Existe un considerable olvido de la vasta obra poética de Francis Jammes (1868-1938), poeta de provincias alejado del París flamboyant de las vanguardias; olvido que se antoja incomprensible si pensamos que su lírica fue admirada por autores de la talla de Mallarmé y Rilke. Arrojo, como al azar, una posible hipótesis para esa injusticia.
Jammes fue un poeta hondamente católico y si bien parece de buen gusto seguir estudiando a Santa Teresa, San Juan de la Cruz o el Dante porque su lejanía nos los exotiza, no así pasa con un autor que casi es de nuestros días – días del tan mentado triunfo del secularismo.
Ambientémonos. En la Francia –y en el mundo- de principios del XX, con los fracasos del positivismo y del liberalismo, ser católico era una forma de refugio contra un orbe que se tornaba incomprensible. La acogieron intelectuales como Claudel, Maritain, Papini, Guardini, Chesterton, Manuel Machado y un largo etcétera. Algunos fueron, naturalmente, representantes de lo más acérrimo de la derecha conservadora y huevos de la serpiente del fascismo.
No así Jammes, cuya fe deviene en contemplación de las maravillas cotidianas y campestres como si de insólitos milagros se tratasen. Poesía naïf, pero en el buen sentido, como cuando disfrutamos de los lienzos del Aduanero Rousseau o de nuestro Cándido López.
Los dulces versos de Jammes parecen estar siempre a punto de desbarrancarse en el abismo de la mojigatería o de lo cursi, pero se salvan porque sencillamente marchan con soltura y maestría por una comarca paradojalmente reacia a la poesía: el simple y llano territorio de la ternura.
Plegaria para ir al paraíso con los asnos
Cuando a ti deba partir, mi Dios, permite
que eso sea en un día polvoriento de fiesta
en los campos. Como otrora aquí abajo
elegir un camino para marchar, alegre
al sitio donde arden de día las estrellas.
Tomaré mi bastón y sobre el sendero grande
iré y les diré a los asnos, mis amigos:
Yo soy Francis Jammes, me voy al Paraíso,
porque no existe infierno en tierras del Buen Dios.
Y les diré: Venid, dulces amigos del cielo azul que amáis,
bestias queridas que movéis orejas
espantando los golpes, las abejas, las moscas…
Que yo ante Ti me venga, rodeado de esas bestias
que tanto amo porque agachan la cabeza
dulcemente y se paran juntando las patitas
de manera tan dulce que te inspiran piedad.
Arribaré seguido por sus miles de orejas,
seguido por sus flancos cargados de canastos,
por sus cuerpos que arrastran carros de saltimbanquis,
o carrozas de hierro blancuzco con plumajes;
por aquellos que cargan bidones abollados,
por asnas tan cargadas como lo son los machos,
por los que visten pequeños pantalones
disimulando heridas azules que supuran
y a cuyo alrededor se arremolinan moscas.
Señor, que ante Ti llegue con todos esos asnos.
Que nos conduzcan ángeles en paz hacia los ríos
donde crecen los yuyos y tiemblan las cerezas
tersas como risueña piel de niñas puras,
y mírame inclinado en la estancia de las almas,
a tus ojos divinos yo igualito a los asnos,
que verán su dulce y su humilde pobreza
en el espejo límpido del eterno amor.
www.youtube.com/watch?v=anwtJ9EOF-M&feature=related
Jammes fue un poeta hondamente católico y si bien parece de buen gusto seguir estudiando a Santa Teresa, San Juan de la Cruz o el Dante porque su lejanía nos los exotiza, no así pasa con un autor que casi es de nuestros días – días del tan mentado triunfo del secularismo.
Ambientémonos. En la Francia –y en el mundo- de principios del XX, con los fracasos del positivismo y del liberalismo, ser católico era una forma de refugio contra un orbe que se tornaba incomprensible. La acogieron intelectuales como Claudel, Maritain, Papini, Guardini, Chesterton, Manuel Machado y un largo etcétera. Algunos fueron, naturalmente, representantes de lo más acérrimo de la derecha conservadora y huevos de la serpiente del fascismo.
No así Jammes, cuya fe deviene en contemplación de las maravillas cotidianas y campestres como si de insólitos milagros se tratasen. Poesía naïf, pero en el buen sentido, como cuando disfrutamos de los lienzos del Aduanero Rousseau o de nuestro Cándido López.
Los dulces versos de Jammes parecen estar siempre a punto de desbarrancarse en el abismo de la mojigatería o de lo cursi, pero se salvan porque sencillamente marchan con soltura y maestría por una comarca paradojalmente reacia a la poesía: el simple y llano territorio de la ternura.
Plegaria para ir al paraíso con los asnos
Cuando a ti deba partir, mi Dios, permite
que eso sea en un día polvoriento de fiesta
en los campos. Como otrora aquí abajo
elegir un camino para marchar, alegre
al sitio donde arden de día las estrellas.
Tomaré mi bastón y sobre el sendero grande
iré y les diré a los asnos, mis amigos:
Yo soy Francis Jammes, me voy al Paraíso,
porque no existe infierno en tierras del Buen Dios.
Y les diré: Venid, dulces amigos del cielo azul que amáis,
bestias queridas que movéis orejas
espantando los golpes, las abejas, las moscas…
Que yo ante Ti me venga, rodeado de esas bestias
que tanto amo porque agachan la cabeza
dulcemente y se paran juntando las patitas
de manera tan dulce que te inspiran piedad.
Arribaré seguido por sus miles de orejas,
seguido por sus flancos cargados de canastos,
por sus cuerpos que arrastran carros de saltimbanquis,
o carrozas de hierro blancuzco con plumajes;
por aquellos que cargan bidones abollados,
por asnas tan cargadas como lo son los machos,
por los que visten pequeños pantalones
disimulando heridas azules que supuran
y a cuyo alrededor se arremolinan moscas.
Señor, que ante Ti llegue con todos esos asnos.
Que nos conduzcan ángeles en paz hacia los ríos
donde crecen los yuyos y tiemblan las cerezas
tersas como risueña piel de niñas puras,
y mírame inclinado en la estancia de las almas,
a tus ojos divinos yo igualito a los asnos,
que verán su dulce y su humilde pobreza
en el espejo límpido del eterno amor.
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