segunda-feira, 6 de fevereiro de 2017

Un poco de Nicanor Parra

A recorrer me dediqué esta tarde
Las solitarias calles de mi aldea
Acompañado por el buen crepúsculo
Que es el único amigo que me queda.
Todo está como entonces, el otoño
Y su difusa lámpara de niebla,
Sólo que el tiempo lo ha invadido todo
Con su pálido manto de tristeza.
Nunca pensé, creédmelo, un instante
Volver a ver esta querida tierra,
Pero ahora que he vuelto no comprendo
Cómo pude alejarme de su puerta.
Nada ha cambiado, ni sus casas blancas
Ni sus viejos portones de madera.
Todo está en su lugar; las golondrinas
En la torre más alta de la iglesia;
El caracol en el jardín, y el musgo
En las húmedas manos de las piedras.
No se puede dudar, éste es el reino
Del cielo azul y de las hojas secas
En donde todo y cada cosa tiene
Su singular y plácida leyenda:
Hasta en la propia sombra reconozco
La mirada celeste de mi abuela.
Estos fueron los hechos memorables
Que presenció mi juventud primera,
El correo en la esquina de la plaza
Y la humedad en las murallas viejas.
¡Buena cosa, Dios mío!; nunca sabe
Uno apreciar la dicha verdadera,
Cuando la imaginamos más lejana
Es justamente cuando está más cerca.
Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice
Que la vida no es más que una quimera;
Una ilusión, un sueño sin orillas,
Una pequeña nube pasajera.
Vamos por partes, no sé bien qué digo,
La emoción se me sube a la cabeza.
Como ya era la hora del silencio
Cuando emprendí mi singular empresa,
Una tras otra, en oleaje mudo,
Al establo volvían las ovejas.
Las saludé personalmente a todas
Y cuando estuve frente a la arboleda
Que alimenta el oído del viajero
Con su inefable música secreta
Recordé el mar y enumeré las hojas
En homenaje a mis hermanas muertas.
Perfectamente bien. Seguí mi viaje
Como quien de la vida nada espera.
Pasé frente a la rueda del molino,
Me detuve delante de una tienda:
El olor del café siempre es el mismo,
Siempre la misma luna en mi cabeza;
Entre el río de entonces y el de ahora
No distingo ninguna diferencia.
Lo reconozco bien, éste es el árbol
Que mi padre plantó frente a la puerta
(Ilustre padre que en sus buenos tiempos
Fuera mejor que una ventana abierta).
Yo me atrevo a afirmar que su conducta
Era un trasunto fiel de la Edad Media
Cuando el perro dormía dulcemente
Bajo el ángulo recto de una estrella.
A estas alturas siento que me envuelve
El delicado olor de las violetas
Que mi amorosa madre cultivaba
Para curar la tos y la tristeza.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces
No podría decirlo con certeza;
Todo está igual, seguramente,
El vino y el ruiseñor encima de la mesa,
Mis hermanos menores a esta hora
Deben venir de vuelta de la escuela:
¡Sólo que el tiempo lo ha borrado todo
Como una blanca tempestad de arena!

Sobre Salvajes

“Los pemones de la Gran Sabana llaman al rocío Chiriké-yeetakuú, / que significa Saliva de las Estrellas; / a las lágrimas Enú-parupué, que quiere decir Guarapo de los Ojos, / y al corazón Yewán-enapué: Semilla del Vientre. / Los waraos del delta del Orinoco dicen Mejo-koji (El Sol del Pecho) / para nombrar al alma. / Para decir amigo dicen Ma-jokaraisa: Mi Otro Corazón. / Y para decir olvidar dicen Emonikitane, que quiere decir Perdonar. / Los muy tontos no saben lo que dicen. / Para decir tierra dicen madre / Para decir madre dicen ternura / Para decir ternura dicen entrega / Tienen tal confusión de sentimientos / que con toda razón / las buenas gentes que somos / les llamamos salvajes.”

Gustavo Pereira, poeta venezolano

Maria Fernanda Espinosa

En la selva
la luna es más grande y más tibia
un círculo de cera con penachos de luciérnaga
atravesada por ríos de sueño
anchos ríos como el Napo y sus islas.

Es otra luna
otro tiempo
son otros los hombres
las mujeres de ojos rasgados
otras las cascadas
carcajadas de agua y espuma
de sombra garúa
que apenas moja
como amante tardío.
A los guacamayos
les crecen alas nuevas todos los días
y a las nubes unicornios de viento.

Es otra luna
otro tiempo
son otros los hombres
otras las cascadas
carcajadas de agua y espuma
de sombra garúa
que apenas moja
como amante tardío.

Victor Gaviria, poeta colombiano

Hubo un tiempo en que no había
 muchas cosas de qué hablar,
 para las fiestas uno no tenía que vestirse de ninguna
 forma especial,
 llegada la oscuridad uno corría
 escaleras arriba, sin peinarse y
sin colonia alguna,
 la simple cara gastada por el día
 era la tarjeta de invitación
 más espléndida!
Eso fue cuando no había orden,
 cuando no había tiempo futuro sino
 el tiempo reposado que juega en los callejones
 cerrados...
Cuando el tiempo nos buscaba
 y no nos encontraba, cuando había una pieza
de huéspedes para nosotros en cada casa, y allí
 nos escondíamos de nosotros mismos, como las joyas
 en la noche de los cajones...
Ahora la fiesta ha terminado, señores,
¡la fiesta terminó..!

quarta-feira, 1 de fevereiro de 2017

Elegía para cantar

I


¡Ay, qué manera de caer hacia arriba
y de ser sempiterna, esta mujer!
De cielo en cielo corre o nada o canta
la violeta terrestre:
la que fue, sigue siendo,
pero esta mujer sola
en su ascensión no sube solitaria:
la acompaña la luz del toronjil,
del oro ensortijado de la cebolla frita,
la acompañan los pájaros mejores,
la acompaña Chillán en movimiento.
¡Santa de greda pura!
Te alabo, amiga mía, compañera:
de cuerda en cuerda llegas
al firme firmamento,
y, nocturna, en el cielo, tu fulgor
es la constelación de una guitarra.
De cantar a lo humano y lo divino,
voluntariosa, hiciste tu silencio
sin otra enfermedad que la tristeza.

II

Pero antes, antes, antes,
ay, señora, qué amor a manos llenas
recogías por los caminos:
sacabas cantos de las humaredas,
fuego de los velorios,
participabas en la misma tierra,
eras rural como los pajaritos
y a veces atacabas con relámpagos.
Cuando naciste fuiste bautizada
como Violeta Parra
el sacerdote levantó las uvas
sobre tu vida y dijo
"Parra eres y en vino triste te convertirás".
En vino alegre, en pícara alegría,
en barro popular, en canto llano,
Santa Violeta, tú te convertiste,
en guitarra con hojas que relucen
al brillo de la luna,
en ciruela salvaje
transformada,
en pueblo verdadero,
en paloma del campo, en alcancía.

III

Bueno, Violeta Parra, me despido,
me voy a mis deberes.
¿Y qué hora es? La hora de cantar.
Cantas.
........... Canto.
..................... Cantemos.


PABLO NERUDA
Enero 19 en automóvil entre Isla Negra y Casablanca.
(1970)



Silêncio

É tão vasto o silêncio da noite na montanha. É tão despovoado. Tenta-se em vão trabalhar para não ouvi-lo, pensar depressa para disfarçá-lo. Ou inventar um programa, frágil ponto que mal nos liga ao subitamente improvável dia de amanhã. Como ultrapassar essa paz que nos espreita. Silêncio tão grande que o desespero tem pudor. Montanhas tão altas que o desespero tem pudor. Os ouvidos se afiam, a cabeça se inclina, o corpo todo escuta: nenhum rumor. Nenhum galo. Como estar ao alcance dessa profunda meditação do silêncio. Desse silêncio sem lembranças de palavras. Se és morte, como te alcançar.

É um silêncio que não dorme: é insone: imóvel mas insone; e sem fantasmas. É terrível - sem nenhum fantasma. Inútil querer povoá-lo com a possibilidade de uma porta que se abra rangendo, de uma cortina que se abra e diga alguma coisa. Ele é vazio e sem promessa. Se ao menos houvesse o vento. Vento é ira, ira é a vida. Ou neve. Que é muda mas deixa rastro - tudo embranquece, as crianças riem, os passos rangem e marcam. Há uma continuidade que é a vida. Mas este silêncio não deixa provas. Não se pode falar do silêncio como se fala da neve. Não se pode dizer a ninguém como se diria da neve: sentiu o silêncio desta noite? Quem ouviu não diz.

A noite desce com suas pequenas alegrias de quem acende lâmpadas com o cansaço que tanto justifica o dia. As crianças de Berna adormecem, fecham-se as últimas portas. As ruas brilham nas pedras do chão e brilham já vazias. E afinal apagam-se as luzes as mais distantes.

Mas este primeiro silêncio ainda não é o silêncio. Que se espere, pois as folhas das árvores ainda se ajeitarão melhor, algum passo tardio talvez se ouça com esperança pelas escadas.

Mas há um momento em que do corpo descansado se ergue o espírito atento, e da terra a lua alta. Então ele, o silêncio, aparece.

O coração bate ao reconhecê-lo.

Pode-se depressa pensar no dia que passou. Ou nos amigos que passaram e para sempre se perderam. Mas é inútil esquivar-se: há o silêncio. Mesmo o sofrimento pior, o da amizade perdida, é apenas fuga. Pois se no começo o silêncio parece aguardar uma resposta - como ardemos por ser chamados a responder - cedo se descobre que de ti ele nada exige, talvez apenas o teu silêncio. Quantas horas se perdem na escuridão supondo que o silêncio te julga - como esperamos em vão por ser julgados pelo Deus. Surgem as justificações, trágicas justificações forjadas, humildes desculpas até a indignidade. Tão suave é para o ser humano enfim mostrar sua indignidade e ser perdoado com a justificativa de que se é um ser humano humilhado de nascença.

Até que se descobre - nem a sua indignidade ele quer. Ele é o silêncio.

Pode-se tentar enganá-lo também. Deixa-se como por acaso o livro de cabeceira cair no chão. Mas, horror - o livro cai dentro do silêncio e se perde na muda e parada voragem deste. E se um pássaro enlouquecido cantasse? Esperança inútil. O canto apenas atravessaria como uma leve flauta o silêncio.

Então, se há coragem, não se luta mais. Entra-se nele, vai-se com ele, nós os únicos fantasmas de uma noite em Berna. Que se entre. Que não se espere o resto da escuridão diante dele, só ele próprio. Será como se estivéssemos num navio tão descomunalmente enorme que ignorássemos estar num navio. E este singrasse tão largamente que ignorássemos estar indo. Mais do que isso um homem não pode. Viver na orla da morte e das estrelas é vibração mais tensa do que as veias podem suportar. Não há sequer um filho de astro e de mulher como intermediário piedoso. O coração tem que se apresentar diante do nada sozinho e sozinho bater alto nas trevas. Só se sente nos ouvidos o próprio coração. Quando este se apresenta todo nu, nem é comunicação, é submissão. Pois nós não fomos feitos senão para o pequeno silêncio.

Se não há coragem, que não se entre. Que se espere o resto da escuridão diante do silêncio, só os pés molhados pela espuma de algo que se espraia de dentro de nós. Que se espere. Um insolúvel pelo outro. Um ao lado do outro, duas coisas que não se vêem na escuridão. Que se espere. Não o fim do silêncio mas o auxílio bendito de um terceiro elemento, a luz da aurora.

Depois nunca mais se esquece. Inútil até fugir para outra cidade. Pois quando menos se espera pode-se reconhecê-lo - de repente. Ao atravessar a rua no meio das buzinas dos carros. Entre uma gargalhada fantasmagórica e outra. Depois de uma palavra dita. Às vezes no próprio coração da palavra. Os ouvidos se assombram, o olhar se esgazeia - ei-lo. E dessa vez ele é fantasma.

Clarice Lispector